La sonrisa, la risa, la carcajada, el destemple de quijada cuando no se puede contener la euforia por contento y de los ojos salen lágrimas ¿de felicidad? Algo así. En todo caso, como decía aquel viejo slogan de una revista de cuyo nombre no quiero acordarme: “La risa, remedio infalible”. Eso es.
Todos coincidimos –excepto los gruñones– en que la risa es sana, es potencia, es vitamina para el cuerpo y fortaleza para el alma, o el ánima, que se dice.
La risa nos hace tomar diversas actitudes corporales: unos extienden los brazos; otros brincan; se caen sentados; se van de lado; algunos lloran a moco tendido por la risa; o se tallan la panza mientras se carcajean… Depende de cada uno, aunque la risa es única e incomparable.
Y es la risa la que nos acompaña desde los primeros esbozos de vida, desde recién nacidos que es cuando los padres aplauden cuando el pequeñín sonríe o ríe: “cuchi-cuchi” al niño o niña; “cuchi-cuchi… pon-pon-tata-la calabacita…”, dicho con amor de padres. Luego la madre oronda dice con ensueño: “es que todavía ve a los angelitos de cielo y sonríe con ellos…”
Luego ya in crescendo la risa de los niños, cuando aún son niños o niñas, es la gloria pura, es el cielo puesto en la tierra; es todas las flores del mundo y sus aromas; es la alegría de todo lo que es y vive en el universo: Nada se compara con la risa de un niño o de una niña que corre, juega, se carcajea por cualquier cosa, por el juego, por el juguete por esto o por aquello, los niños que tienen toda la vida por delante.
Luego se vuelve uno joven y la risa adquiere otro sentido por el origen de nuestro entusiasmo. Reímos por otras cosas, por lo que hacemos o nos dicen nuestros familiares o amigos, sus bromas; deploramos “las simplezas” pero sí nos carcajeamos por todo lo que nos alegra y nos viene a cuento en la vida que todavía es fresca y rozagante, es contagiosa y enamoradiza.
En general, la risa de los jóvenes y de las muchachas es la llave que nos permite conocer sus sueños, sus ilusiones, sus aspiraciones y acaso sus frustraciones que se convierten en esperanza de que todo habrá de salir bien: hay tiempo y fortaleza para ello, aunque si el tiempo avanza, también avanza y madura la risa, la carcajada, la sonrisa, el estruendo feliz.
Porque la risa es expresión de lo que hemos vivido y de lo que vivimos y porque tenemos confianza en lo que sigue, o si eso que esperábamos se concretó. Ya se es maduro, aunque no viejo. Ya se tienen otras responsabilidades constantes y sonantes; la risa entonces va siendo menos frecuente, pero si más intensa y más emotiva al interior de cada uno. Se sabe que se acumulan las obligaciones, los quehaceres, los trabajos o preocupaciones y, por lo mismo, es menos frecuente reír… o reír como antes, a “tambor batiente”.
Y la comprensión de la risa adquiere otras formas: “el que ríe al último, ríe mejor”; “he visto risas que después se vuelven llanto”. Pero ahí está: la risa es entonces el desahogo, es el escape, es la afirmación de que aún se vive y se es capaz de reír y, por tanto, se es capaz de vivir la vida a la manera de entonces y de ahora: la suma de los años hace a la risa generosa, buena, dulce, profunda e intensa se mantenga, aunque de otra forma, lo mismo.
Ya mayor, cuando el tiempo se ha acumulado, la risa adquiere madurez, es simple, es sencilla, sin complicaciones, y se ríe en la vejez con la dulzura del niño nuevo, con el calor humano que dan las canas y las arrugas ilustres. Y se ríe y se llora por cualquier motivo: los recuerdos se juntan y se aglutinan en la sonrisa interminable. Los viejos, ellos y ellas, ríen con el alma y el cielo y la luna y las estrellas de tantas noches felices y tantos días iluminados, en un solo instante.
Claro, también hay risas malévolas, risas sesgadas o sonrisas que son rencor, odio, venganza, burla, desquite, desahogo malvado y tantas así: esas no valen, no son la risa feliz o la sonrisa cordial, son otra cosa, menos amor. Porque la risa es, de una u otra forma, una expresión de amor por la vida y por los demás.
A lo mejor es por eso que en tanto espectáculo, dicen quienes son actores, es más difícil hacer reír que hacer llorar. Hacer esto último requiere cierto grado de complicidad con el público, ya por tristeza, dolor, fastidio o hartazgo, se llora “a moco tendido” con películas como “Nosotros los pobres”, “Ustedes los ricos”, “Un rincón cerca del cielo” y todos esos melodramas de viejo cuño, que son tormento chino, en los que el objetivo es hacer que la gente acuda a ver sufrir a otros para sufrir cada uno.
En cambio, hacer reír es otra cosa. Se requiere sensibilidad. Agilidad mental. Suspicacia. Eso otra vez: desparpajo, simpatía, carisma, un poco de gracia y otra cosita, y esa otra cosita es arte; ni más ni menos: arte. De ahí los grandes cómicos de la historia, Charles Chaplin, Buster Keaton, el Gordo y el Flaco, Cantinflas –en su primera etapa–, Tin Tan; Fanny Kauffman –Vitola-; “Las Cúcaras”; Viruta y Capulina; Kiko y Cácaro, la India María… tantos más que hacen reír por su gracia y por su casi improvisada transparencia…
También están aquellos que se apoyan en la vulgaridad y en el doble sentido grosero porque no tienen el arte propio de la actuación para hacer reír al público, al que con esto le hacen burlarse, pero no reír con la felicidad que significa esta palabra inmensa.
En todo caso lo dicho: reír con felicidad nos hace querer hacer felices a los demás. Reír es compartir esta felicidad que se tiene con otros y otras que se alimentarán de nuestro propio optimismo y de nuestro sentido de la vida. La risa alivia dolores y penas: “Mejor me lo río y no me lo lloro” se dice en mi tierra oaxaqueña.
De hecho, se dice que las personas que ríen a menudo viven más años. Que ‘reírse con ganas crea una sensación de bienestar. Una de las preguntas más frecuentes que se generan en torno a la risa es: ¿reír alarga la vida? La Sociedad Española de Neurología (SEN) revisó diversos estudios y trabajos de especialistas de todo el mundo y confirmó que sí, que una risa natural, ser risueño, alarga la vida hasta cuatro años y medio más que quienes no sienten el impulso de reír a menudo’.
Y lo dice la ciencia: “La risa es beneficiosa por muchos motivos pero a nivel orgánico estimula el sistema inmune, incrementa el umbral del dolor, acelera el ritmo cardiaco y aumenta el aporte de oxígeno al cerebro. A nivel mental contribuye a reducir el estrés, eleva el estado de ánimo y, en general, fomenta el bienestar psicológico, pero es que, además, fomentar el humor nos hace más inteligentes”. Es una de las conclusiones del neurólogo Scott Weems quien señaló que el humor es una forma de ejercitar nuestro cerebro.
En un artículo publicado por la revista Advances in Physiology Education se destaca que ‘el humor también desarrolla una relación más constructiva con los estudiantes y fomenta sentimientos positivos sobre la enseñanza y el aprendizaje’. El humor, además, ayuda a iniciar intercambios sociales y conversaciones con estudiantes difíciles e inspirarlos a responder de una manera positiva tanto social como académica.
Y siguen los sabios: “Cuando reímos se activa la corteza cerebral o córtex generando impulsos eléctricos tan sólo un segundo después de empezar a reír. En este proceso se liberan endorfinas y la hormona dopamina que influye en el bienestar mental. Además, se reduce la presencia de cortisol, la llamada hormona del estrés”. (¡Lo dicen los libros!)
En todo caso sigamos a Oscar Wilde cuando dice: “La risa no es un mal comienzo para la amistad. Y está lejos de ser un mal final”; a Víctor Hugo: “La risa es el sol que ahuyenta el invierno del rostro humano”. Hasta el gruñón de Friedrich Nietzsche gritó: “¡Animo!, ¡qué importa!, ¡cuántas cosas son posibles aún! Aprended a reíros de vosotros mismos como hay que reír”, o “Es muy bello callar pero reír es más bello todavía.”
Y sí, a como están las cosas hoy en día, pues eso: “mejor me lo río y no me lo lloro”.