Parece que ya no se habrían de escuchar aquellas historias fantásticas que nos relataban los mayores durante la infancia en noches en las que el frío, la oscuridad iluminada con alguna vela a falta de electricidad, y la noche estrellada mirándonos… todo era propicio para el relato de aparecidos que hoy parecían desaparecidos… Pero no.
Fantasmas. Almas en pena. Espíritus malignos contra espíritus benignos. El nahual. El aquelarre de brujas. La bruja es… Hechiceros de magia negra. Hechiceros de magia blanca. Ángeles protectores. Caminos siniestros. Bosques encantados.
Pero nada, don Saúl relataba y podría seguir interminable por horas, días, noches, semanas y eternidades. Ahí, sentado, sereno, moreno, regordete, canoso y casi calvo, serio, cuidadoso en su decir, lento y emotivo cuando el tramo de la historia lo merecían. Además de ser uno de los hombres más buenos que en el mundo han sido, era una joya viviente y oaxaqueño, pues.
De pronto hace unos días, en Amatengo, municipio que colinda con Ejutla en Oaxaca, los varones sentados alrededor de la fogata que guarda el manjar y con la debida distancia comienzan las bromas, los recuerdos de la infancia y los relatos nuevos.
Cuando uno supone que las viejas historias de aparecidos habrían de ser exclusivas de los viejos nuestros, aquel joven de unos 20 años toma la palabra cuando se le pregunta el nombre de las enormes montañas que rodean al pueblo. Es tal… y tal… y tal… Pero uno de ellos llama la atención por su aparente quietud, sobriedad y tenebrosidad. “Es El Mogote” dice… y guarda una pausa silenciosa, mira al piso y entendemos que habrá de seguir la charla:
–Cruzar El Mogote a pie le lleva a uno unos cinco días, por lo menos. Nosotros lo hicimos. Salimos temprano de Amatengo y nos encaminamos hacia la montaña. El camino fue bueno. Ya nos habían dicho que ahí se escuchaba la música de una banda, de las de antes. No lo creímos.
Acampamos en donde se pudo para pasar la noche. Al oscurecer y ya todos en silencio comenzamos a sentir que la tierra se movía, como si fuera de chicle, las piedras se movían y el piso parecía removerse en sí mismo. ¡De pronto se escuchó a la banda! Sí. Yo la escuché –dice el joven aquel–. Sonaba la música. Buscamos para ver de dónde provenía aquella melodía, pero no, no había nada, nadie; todo solitario, sólo nosotros… pero la música estaba ahí, se escuchaba, lejana y cercana al mismo tiempo…
Estábamos aterrorizados. Y así fue toda la noche hasta casi amanecer, cuando apareció por ahí un anciano caminante, le platicamos lo ocurrido y nos dijo que habíamos removido los espectros que de tiempo en tiempo aparecían ahí; que habían desparecido, pero ahora con nuestra llegada habían aparecido de nuevo… Se santiguó y se fue.
Las historias de miedo que no podían faltar en aquellas noches campiranas en las que a pesar del terror, temblor y reflexión profunda entre la verdad, la realidad, la fantasía, el más acá y el más allá, ahí estábamos aquellos niños, dispuestos por las noches, para escuchar a don Saúl, que ya nos esperaba luego de atender sus panales de abejas.
Una noche nos contó el caso de La carreta fantasma… Él se sentaba en su lugar de siempre frente a su mesa de madera hecha con tablones maravillosos y a su café en la mano le soplaba para enfriar un poco. Nosotros hacíamos lo mismo, pero a la espera de que, a la luz de las velas, ya comenzara el suplicio del terror, pero también el desborde de imaginación y fantasía.
Era –dijo- que aquí en el pueblo, por ahí por esta misma calle al lado –ahora Unión–, cada noche se escuchaba el ruido de una vieja carreta desvencijada. Era un ruido lento que comenzaba a atisbarse a lo lejos, pero en la medida en que se acercaba se hacía más firme, más intenso y terrorífico. Se escuchaba cómo la carreta avanzaba en la oscuridad de la noche.
Un campesino del lugar salía siempre, por ahí de la media noche que era cuando se escuchaba la carreta, para verla. No veía nada, aunque sí la escuchaba y le aterrorizaba, pero era curioso y quería ver qué era aquello. Preguntó entre sus conocidos, pero después de mucho, un anciano le dijo que era La carreta de la muerte…
–¿Quieres ver qué es eso? ¿Estás dispuesto? ¿Tanta es tu curiosidad?, le inquirió el viejo aquel.
–Sí, quiero ver. Estoy seguro de que esas son patrañas y que el ruido es producto de nuestra imaginación.
–Está bien, pues, si eso quieres… lo que tienes que hacer es buscar un perro negro y quítale las lagañas; ponlas en las comisuras de tus ojos poco antes de que aparezca el ruido ese… Entonces podrás ver lo que es…
–Lo voy a hacer, cómo carajos no, y luego le platico si se ve algo, aunque lo dudo…
Buscó a un perro negro y como pudo le quitó las lagañas. Las guardó y espero a que fuera la noche. Pasadas las doce nocturnas se escuchó a lo lejos el ruido de la carreta. Lento, suave, interminable, eterno el momento. Se puso las lagañas del perro cuando ya estaba muy cerca. Él de pie en el umbral de su puerta. Y sí. La vio –continuaba el relato de don Saúl. Daba un sorbo al café. Nosotros nos estremecíamos–.
Era una carreta tirada por dos bueyes enormes y mortecinos. El carretero los azuzaba con su látigo. Era un hombre con un enorme sombrero de palma que le cubría el rostro; cobijado con un gabán que le ocultaba todo el cuerpo y apenas se distinguían las manos que guiaban la carreta. Atrás llevaba una caja que suponía un pequeño ataúd, a sus cuatro costados iban encendidos unos cirios-que eran huesos. La carreta se acercó y de pronto…
–¿Cómo es que te atreves a vernos en este pesar interminable? – le preguntó el carretero–Este pesar que es castigo y que cargo junto con mi propia eternidad…
–Quiero ver quién eres y qué traes ahí… ¿Por qué estás aquí? Si perteneces al más allá debes estar ahí… ¿qué haces aquí?
–Es un castigo que sólo me será levantado cuando me sea llamado. Pero, mira, en esa caja que viene ahí está el secreto ¿quieres conocerlo?
–Sí, quiero…
–Pues entonces ten la caja y mañana por la noche, cuando yo pase por aquí sabremos…
El curioso recibió la caja y la llevó a su casa. La tuvo ahí hasta que diera la medianoche cuando apareciera La carreta de la muerte… Y así fue. Al escuchar el ruido de la carreta abrió la caja. Lo que encontró ahí fueron unos huesos humanos, polvo, reliquias y un olor espantoso que inhaló. Cayó muerto ante ese nauseabundo aroma del más allá.
Cuando la carreta apareció la noche siguiente, ya tenía un nuevo carretero que eternamente guiará a la yunta y la caja misma con sus cirios encendidos. Era el nuevo carretero. Era aquel curioso que quiso cruzar los umbrales del más acá, hacia el más allá…
“¡Ya deja ir a esos niños, Saúl!” gritó de doña Felipa-querida. Y sí. Terminó ahí esa nueva historia. Salimos aterrorizados, cada uno corriendo hacia la casa de cada quien, desde la calle del Niño Perdido y Unión.
Grandes autores mexicanos han puesto su interés en la recopilación o creación de historias de terror que merecen ser leídas con atención y cariño: Bernardo Esquinca, Francisco Tario, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Alberto Chimal, Antonio Malpica, Raquel Castro, Carlos Bustos y tantos más, pero sobre todo están las recopilaciones de historias de terror locales, en distintos estados y municipios del país, pueblos, rancherías. Muchos narradores han puesto su imaginación fantástica en relatar y escribir historias de aparecidos-desaparecidos. Falta la historia oral.
Tario escribió: “Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre…”
Amparo Dávila: “Para mí entre la locura y la cordura existe un hilo tan fino, tan sutil, que en un momento dado se rompe y una persona cuerda pasa hacia la insania total…”
Pero ya estaba ahí, don Saúl, nuestro querido don Saúl, para contarnos otra historia. Esta vez la del Catrín de la capital que aparecía en el camino solitario, sombrío y nocturno del cerro hacia el pueblo… “Pues resulta que…”