Hojas de papel volando | Donde música hubiere…
Joel Hernández Santiago
Hay una anécdota que me impresionó mucho cuando la leí por primera vez. Y viene bien ahora por aquello de que la música es medicina para el alma, sobre todo en momentos de congoja y de agobio como son los que hemos vivido en los dos años recientes.
Resulta que en 1875, el compositor ruso Piotr Ilich Tchaikowsky presentó a su amigo, el pianista Nicolái Rubinstein, la partitura original de su primer concierto para piano y orquesta. El músico había pasado por problemas personales muy serios, lo que impactaba en su proceso de creación. Tenía por entonces 35 años y entre sus clases en el Conservatorio de Música, la composición musical y la propia definición de su vida, estaba hasta el copete.
Aun así, con gran emoción llevó su obra para que la escuchara por primera vez. Se la había dedicado como prueba de amistad. Se fueron a un pequeño salón de la escuela de música de Petersburgo, en donde había un piano dispuesto. Rubinstein tomó las partituras. Las colocó en el atril y comenzó a tocar. Paso a paso. Con vehemencia. Con gran técnica y con disposición crítica.
Al término, sin mediar palabra, azotó la tapa del piano de forma estruendosa y enseguida le espetó a Tchaikowsky que aquel concierto era infumable, imposible de tocar técnicamente, que tenía fallas de composición –que sí las tiene–, que rompía reglas básicas de estructura y coordinación, que no aportaba nada ni a la música ni al piano porque parecía predominar lo orquestal… y tal y tal y tal…
Tchaikowsky tomó sus partituras y salió de ahí profundamente indignado, dolido, herido por su amigo de quien esperaba sus observaciones, no su repudio ni su rechazo a una obra que le había costado muchísimo esfuerzo componer, días eternos de nervios, insomnios, angustias. Para nada, para que su amigo simple y sencillamente lo descalificara y le acusara de incapaz.
Piotr Ilich llevó la partitura a un pianista alemán a quien conoció en 1874 en Moscú y quien poseía un enorme talento y técnica y conocimiento musical. Le presentó la obra y éste quedó maravillado.
El autor decidió dedicar el concierto a él, Hans von Bülow, quien durante una gira por Estados Unidos, en octubre de 1875, lo tocó por primera vez. Con enorme éxito. En adelante y hasta nuestros días, es una obra indispensable en el repertorio musical de toda sinfónica y de pianistas de todo el mundo.
Pues esta anécdota, decía, viene al caso porque la música es una de las expresiones humanas que más lo aproximan a lo excelso, a lo supremo y a encontrarse con su esencia como ente sensible más allá de su origen étnico, creencias religiosas, geografía, tiempo, historia… La música permanece una vez que surgió de la creación del hombre y ya nunca jamás queda en el olvido.
Y eso. Parece que el gusto humano por la música es parte de nuestra composición física y emocional. Es parte de nuestro desarrollo intelectual y nuestras intensidades corrosivas o no. Depende de cada uno y de los gustos de cada quien. Pero pocos en el mundo no gustan de la música. Son excepciones.
Nos gusta la música. Mucho. Nuestra vida va acompañada de tonadas, de canciones, de letras, de ritmos, de melodías y armonías que están a nuestro lado y se evidencian aún más cuando las invocamos o incluso cuando no vienen al caso; pero la música está ahí, para recordarnos que como seres humanos somos capaces de lo excelso.
La música ha estado con nosotros desde el momento en el que el ser humano pudo sustituir su voz por sonidos provenientes de instrumentos que dicen lo que sus palabras no pueden expresar.
En 2009 –se lee–, un equipo de la Universidad de Tubinga encontró, mientras trabajaba en una cueva situada al suroeste de Alemania, los restos de una flauta primitiva construida a partir del hueso de un buitre y cuya datación estimaron en más de 35 mil años. Una vez que reprodujeron el instrumento, los científicos comprobaron que permitía tocar una escala musical:
“Esa flauta atestigua que en épocas remotas la música desempeñaba un papel lo suficientemente importante para el Homo sapiens como para dedicar tiempo y esfuerzo a una elaborada construcción de instrumentos”.
Los habitantes de este territorio, que es Mesoamérica y en particular hoy México, desde tiempos prehispánicos tenían música. Eran musicales. Se conocen sus instrumentos de aliento y percusión encontrados aquí o allá, aunque no registraron la música que tocaban pero la había, y se deleitaban en sentido lúdico y no sólo en lo religioso. Y así muchas culturas milenarias hechas y derechas.
Pero, bueno, ya se sabe que a lo largo de la historia de la humanidad ha habido gustos para todos en lo que se refiere a música. Aunque ésta ha tenido un largo proceso de creación, etapas productivas o de silencios. Estilos distintos y escuelas distintas. Música ‘culta’ y ‘popular’, al final todo es música.
Y a cada uno de nosotros nos cuadran los registros musicales acorde con nuestra historia, cultura y personalidad y de la universalidad de nuestras aspiraciones y sueños. La música está aquí y en todos lados, alrededor de nuestra vida; en nosotros y fuera. Está en el aire y en el alimento. Afuera hay música siempre.
Y eso: En gustos se rompen géneros. Hay quienes no desdeñamos –de ninguna manera- escuchar con atención y obsesión la intensidad de Beethoven; o la alegría de Mozart; o la pasión profunda de Tchaikowsky o de Bach o de Debussy o de el gran-enorme Gustav Mahler, Bruckner… y tantos más.
Y, al mismo tiempo, amamos a las canciones populares. Las que surgen de la emoción sin límites como por ejemplo las rancheras; las que no tienen vergüenza de decir lo que apachurra al corazón, a la molleja y a las agarraderas del ser humano. Esas canciones que nos intensifican y que cantamos a la menor provocación como una muestra de la personalidad nacional: ‘amar y vivir’.
También los boleros del despecho. Los del amor doloroso y expresivo; los del ‘amor perdido’; o ‘nuestro juramento’ porque “no puedo verte triste, porque me mata, tu carita de pena mi dulce amor…” y es que “siempre que te pregunto, que cómo cuándo y dónde, tu siempre me respondes quizás, quizás, quizás…” (¡Ya ves cómo eres!)… Tantos más porque a fin de cuentas ‘usted es la culpable de todas mis angustias y todos mis quebrantos’.
Pero también hay la música tropical hoy llamada ‘salsa’. La música que es más vibrante en sus modalidades y que nos hace mover el esqueleto a los primeros acorde emotivos y cumbieros de ‘La pollera colorá’, o del mea culpa de “Carmen, se me perdió la cadenita…”.
Y qué tal el rock and roll y su “Rock del angelito” o “La plaga” o “Rock de la cárcel” o ‘Para abril o para mayo, será…’ y el Rock de hoy mismo, tan intenso, tan fogoso, tan cargado de sonoridad y cuya intensidad nos involucra y nos conduce a espacios siderales insospechados. El rock es la aportación de nuestras generaciones a la historia de la música y se convertirá en clásico.
Lo dicen los sabios: “La música presenta la capacidad de activar el circuito neuronal de recompensa del cerebro humano, hecho que nos proporciona un estado de bienestar y felicidad que, en su manifestación más intensa, puede incluso provocar escalofríos. Y provoca emociones: alegría, tristeza. Nos evoca recuerdos, nos hace llorar, nos inspira, nos anima o por el contrario, si no nos gusta, genera rechazo. En definitiva, la música nos hace sentir”.
No importa. Si importa escuchar música. Sentirla. Vivirla. Emocionarse en silencio o en compañía. La música nos perdona todos nuestros pecados y nos enaltece y nos hace recuperar el tiempo perdido. La música es bálsamo. Es ánimo y ánima. Es el pesar y el dolor y la alegría y la carcajada y el llanto feliz: todo junto.
Es saberse vivo y es saberse intenso-emotivo-indispensable-temblorino y con las riendas de nuestra vida puestas en las pautas musicales del cotidiano “Voy viviendo ya de tus mentiras…” o “Por todas las ofensas que me has hecho; a cambio del dolor que me quedó y por las horas inmensas del recuerdo…”
Es nuestra música. La que nos acompaña toda la vida. Porque todos-todos tenemos musicalizada nuestra jornada vital. Le da sentido y nos da el coraje y emoción y todas las virtudes juntas, para seguir y seguir y seguir… Porque como lo dijo Don Quijote al buen Sancho: “Donde música hubiere, cosa mala no existiere”.