Fernando Schütte Elguero
La noche del primero de noviembre, mientras las calles de Uruapan se llenaban de luz y color por el Día de Muertos, la violencia volvió a imponerse sobre la tradición. Carlos Manzo, presidente municipal independiente y una de las pocas voces que se atrevieron a desafiar al crimen organizado, fue asesinado en pleno centro histórico, durante el Festival de las Velas. Su muerte no fue un accidente: fue la consecuencia de advertencias ignoradas, de peticiones desoídas y de un Estado que decidió no escuchar.
Desde el inicio de su gestión, Manzo denunció la presencia del Cártel Jalisco Nueva Generación en los alrededores de Uruapan (campamentos armados, policías infiltrados, corrupción institucional). Pidió apoyo al gobernador, a la federación y al presidente. Solicitó refuerzos, vehículos blindados y presencia militar. No obtuvo nada. Lo dejaron solo, con una escolta que (como se ha comprobado) actuó con torpeza, sin formación de perímetro, sin evacuación y sin reacción en el momento crítico. Los videos muestran a los escoltas confundidos entre la multitud mientras el alcalde caía bajo las balas. El Estado fue testigo y cómplice de su propia vergüenza.
El asesino actuó con precisión y con total impunidad. Todo apunta a una ejecución planeada, no un ataque casual. Algunos testimonios hablan de un agresor drogado y descontrolado, pero otros aseguran que hubo complicidad interna (una fuga deliberada de información sobre el recorrido del presidente municipal). La seguridad pública en México se ha convertido en un decorado: detrás de los uniformes y los discursos, reina la descomposición. La muerte de Manzo fue un mensaje de poder del crimen, pero también una señal de rendición del Estado.
Lo verdaderamente grave es que este crimen no es un caso aislado. En lo que va del año, más de una docena de alcaldes y candidatos han sido asesinados en circunstancias similares. Gobiernan sin respaldo, sin recursos y con la certeza de que, si los matan, no pasará nada. Las autoridades repiten frases vacías, prometen justicia, fingen indignación y luego vuelven al silencio. La violencia continúa, la impunidad también. La política de “abrazos, no balazos” no solo fracasó: se transformó en una invitación para que el crimen siga gobernando.
El presidente Claudia Sheinbaum condenó el asesinato con una frase tibia (“la única manera de construir paz es con justicia”) y luego siguió con su agenda. No viajó a Uruapan, no exigió resultados, no mostró empatía. Su silencio fue más devastador que las balas. La ausencia de liderazgo frente al crimen ya no es solo una falla política: es una renuncia moral. Quien calla frente al asesinato de un alcalde honesto no gobierna un país, administra su descomposición.
Hoy, las redes sociales convirtieron a Carlos Manzo en símbolo. Su nombre se volvió bandera de un pueblo cansado de promesas y de simulaciones. Lo recordamos como lo que fue: un hombre decente, un servidor público que no se vendió, que enfrentó al narco con dignidad y murió pidiendo ayuda. En un país donde los cobardes sobreviven y los valientes son sepultados, su historia es una advertencia.
Carlos Manzo fue más que una víctima. Fue la voz de la decencia acallada por la impunidad. Murió de pie, traicionado por el sistema, mientras los poderosos guardaban silencio. En México, el silencio no solo duele, también mata.
@FSchutte
Consultor y analista
