Fernando Schütte Elguero
En México solemos hablar de inseguridad como si fuera un fenómeno lejano, casi abstracto, ligado únicamente al crimen organizado, a las grandes bandas o a los delitos de alto impacto que aparecen en los noticieros nocturnos. Sin embargo, para millones de ciudadanos la inseguridad no empieza con una balacera ni con un operativo federal, empieza mucho antes, en algo más simple y al mismo tiempo más corrosivo: el desorden cotidiano.
Un país desordenado es, por definición, un país inseguro. No solo porque el caos facilita el delito, sino porque educa diariamente en la idea de que la ley es flexible, negociable o simplemente inexistente. Cuando las normas básicas de convivencia se violan sin consecuencia alguna, el mensaje es claro: cumplir la ley es opcional.
Basta salir a la calle para entenderlo. Transporte público en condiciones deplorables, unidades manejadas con imprudencia, choferes distraídos con el teléfono, música a todo volumen, rutas sin supervisión real y autoridades que miran hacia otro lado. Calles llenas de baches que obligan a maniobras peligrosas, alumbrado público deficiente que convierte la noche en un terreno propicio para el delito, semáforos descompuestos que nadie repara y señales de tránsito que parecen sugerencias más que reglas.
Este desorden no es anecdótico ni menor. Es estructural. Y, lo más grave, está normalizado.
El tránsito urbano es quizá la escuela más eficaz de la impunidad cotidiana. Automóviles y camiones estacionados en doble fila sin consecuencia alguna, repartidores bloqueando carriles enteros a plena hora pico, tráileres y camiones de doble remolque circulando por zonas y horarios prohibidos, motociclistas que ignoran cualquier regla, peatones obligados a caminar entre vehículos porque la banqueta ya no les pertenece. Todo ocurre frente a policías de tránsito cuya función parece haber mutado de autoridad a intermediario informal.
La mordida se ha convertido en parte del paisaje. No se multa, se negocia. No se corrige la falta, se administra la ilegalidad. El ciudadano aprende rápido la lección: la ley no es una obligación, es un obstáculo que puede esquivarse con dinero. Ese aprendizaje diario tiene consecuencias profundas. No solo erosiona la confianza en la autoridad, también destruye la idea misma de orden.
Cuando el espacio público se vuelve tierra de nadie, la inseguridad deja de ser un fenómeno excepcional y se convierte en una condición permanente. Calles oscuras favorecen robos. Tránsito caótico incrementa la agresividad. Transporte público inseguro multiplica delitos. Policías corruptos generan desconfianza absoluta. Todo está conectado. La violencia no surge de la nada, se gesta en la suma de pequeñas ilegalidades toleradas.
En este contexto, el discurso oficial suele concentrarse en los grandes golpes al crimen organizado, en las detenciones espectaculares o en las cifras de decomisos. Sin minimizar la importancia de estas acciones, hay una pregunta incómoda que rara vez se formula: ¿cómo se puede combatir eficazmente la delincuencia en un país donde el incumplimiento de la ley es cotidiano y socialmente aceptado?
Aquí es donde aparece el Ministerio Público, convertido en el último eslabón de una cadena ya rota. Se le exige resolver, judicializar y castigar en un entorno donde casi todo lo previo ha fallado. Policías que no investigan, expedientes mal integrados, pruebas deficientes, víctimas cansadas de trámites inútiles y una ciudadanía que, antes de denunciar, ya sabe que probablemente no pasará nada.
El Ministerio Público no fracasa únicamente por incapacidad, falta de recursos o corrupción interna (que existen y son graves). Fracasa porque llega tarde. Llega cuando el Estado ya renunció a imponer el orden básico. Pretender que el sistema de justicia funcione en un país desordenado es como intentar construir sobre arena.
La impunidad no comienza en los juzgados, comienza cuando se permite que una infracción se resuelva con un billete, cuando un camión invade un carril sin sanción, cuando una calle permanece a oscuras durante años, cuando un bache se vuelve parte del paisaje urbano, cuando el ciudadano aprende que cumplir la norma es una desventaja frente al que la viola.
El gran autoengaño consiste en creer que la inseguridad se combate solo con más policías, más patrullas o más operativos. Sin orden, todo eso es insuficiente. La seguridad pública no es únicamente una cuestión de fuerza, es una cuestión de autoridad. Y la autoridad se ejerce todos los días, en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo aparentemente trivial.
Un Estado que no es capaz de regular el tránsito, de garantizar alumbrado público, de supervisar el transporte, de sancionar infracciones básicas o de impedir el abuso policial, difícilmente puede convencer a la ciudadanía de que tiene control sobre problemas mucho más complejos. La falta de orden termina por minar la legitimidad de cualquier estrategia de seguridad.
La inseguridad cotidiana, esa que se vive al subir a un microbús, al caminar de noche por una calle oscura o al ser detenido arbitrariamente por un policía de tránsito, no suele ocupar titulares, pero define la experiencia diaria del ciudadano. Es ahí donde se rompe el contrato social. Es ahí donde se instala la sensación de abandono.
Mientras no se entienda que el desorden es una forma de violencia silenciosa, seguiremos atacando solo los síntomas y no las causas. Sin orden no hay legalidad. Sin legalidad no hay justicia. Y sin justicia, la seguridad seguirá siendo un discurso, no una realidad.
La inseguridad empieza en el desorden. Y mientras ese desorden sea tolerado, administrado o incluso incentivado, cualquier promesa de paz será, en el mejor de los casos, incompleta y, en el peor, una simulación más.
@FSchutte
Consultor y analista
