Las imágenes parecen irreales. Figuras etéreas. Solitarias. Fantasmales. Uno a uno. Van callados. En su total hermetismo. Caminan, pero da la impresión de que no tocan el piso. Levitan. Seres mágicos que viven en la bruma. Están ahí y siempre han estado ahí. Seguirán ahí. Es su paraíso, a su modo.
En el lugar hace frío. Hay humedad en el aire que se respira. El vaho del aliento se contiene ante el espectral paisaje que no lo es, que es envoltura en la que los seres humanos pierden la dimensión de sí mismos para ser parte de ese mundo en el que sólo hay el predominio de la naturaleza que nos advierte que es ella la que manda, la que decide, la que al final de cuentas prevalecerá por encima de la plaga en la que nos hemos convertido los seres humanos para agraviarla y dañarla.
Visto desde otra perspectiva aquello es una alucinación feliz. Es un mundo aparte. Es la emoción puesta en las manos del privilegiado ser humano que está ahí en ese espacio único hecho de humedad, viento o, a decir de los sabios, el resultado del vapor que está debajo de los hielos que se enfría y termina convirtiéndose en agua, lo que denominan condensación. Las pequeñas gotas de agua que quedan suspendidas en el aire forman la niebla.
Así es la montaña. Es el secreto que la preserva y hace a gente feliz, porque ahí adquieren un sentido mucho más intenso la libertad, la cordialidad, la relación humana y la presencia de la naturaleza en la vegetación, los árboles, a los arroyos y ríos y, por supuesto, a los hombres, mujeres, ancianos, niños que ahí viven entre nubes.
Todo comenzó unos días antes cuando salimos de Oaxaca hacia lo que habría de ser un viaje sorpresa por ruta inesperada que nos llevó de Oaxaca, capital, hacia Zimatlán, de ahí San Pablo Huixtepec, Ayopezco de Aldama, El Vado, Agua Fría y la Villa de Sola de Vega, en una carretera angosta y sin tropiezos.
Y un paisaje cargado de una aristocrática y aparente esterilidad. Suelo raso, a veces tierra obscura, a veces amarilla o roja por tramos. Plantas chaparras y exuberantes que permiten ver a distancia las montañas cubiertas de calma que las rodea. Un paisaje en el que se percibe la mano del hombre en la siembra de productos valiosos: cacahuate, agaves para el mezcal, caña de azúcar, comestibles varios y una floresta sorprendente.
Luego vendría el infierno de todos tan temido: la carretera que va de Sola de Vega a Juchatengo (en donde el almuerzo sabe a alimento glorioso).
Y eso. La carretera que sale de Sola de Vega hacia Juquila es ofensiva, intransitable, dañada, terruna, con hoyancos aquí y allá. Infernal. ¿Y qué hacen el gobierno de Oaxaca y los de los municipios correspondientes? ¿En dónde está la cauda de recursos que pasan por esta vía terrestre y la que todo es abandono y descuido criminal?
Así, entre saltos mortales pasamos por El Vidrio para luego llegar a Juquila. El santuario al que acuden miles de fieles creyentes que llegan para pedir y agradecer, cargados de sus creencias, que las exponen en su veneración y respeto.
El municipio de Santa Catarina Juquila es un pueblo mágico que está en la montaña oaxaqueña y en el que la mayoría de la gente se dedica al comercio y al turismo. Está a una altura mil 132 m sobre el nivel del mar y con una población a 2020 de 18 mil 654 habitantes. Por las mañanas y por las tardes baja la temperatura a fríos intensos; tibio y soleado el medio día.
La mañana siguiente fue tomar la carretera a Río Grande con rumbo a Puerto Escondido. Como antes, al llegar a Juquila, sigue el zigzagueo incesante. Es la carretera que recorre los tramos y aleja distancias con curvas extremadamente pronunciadas, inimaginables y precipicios al mismo tiempo temibles como de excepcional belleza.
Esos precipicios permiten apreciar la parte baja de la montaña hacia montes y cañadas que están cubiertos de árboles de distinta especie. El verde de la vegetación se transforma de pronto en amarillo intenso, a la luz del sol. El aire que se respira huele a madera de bosque profundo.
La maravilla terrenal está ahí. Con todo su potencial humano, creativo y productivo, lo que hace incomprensible como gobiernos federal, estatal o municipales mantienen en condición de pobreza a la mayoría de los habitantes de Oaxaca en sus distintas ocho regiones habiendo tanta riqueza natural y humana.
Poco a poco el bosque desaparece y, al aproximarnos a la costa se perciben extensiones con palmeras, cacaoteros, sandía, guanábana, arboledas propias de la cercanía al mar y una floresta cada vez más colorida. A orillas de carretera está la vendimia generosa con gente cordial, como es propio de la etnia chatina.
La llegada a Puerto Escondido es una maravilla. El mar de frente nos saluda y el clima caluroso propio de la costa mexicana hacia el Pacífico. Aguas azul y turquesa, algunas veces verde cristalino. La brisa lo mueve todo. El sol se apropia del lugar y la gente se mueve a sus anchas, con ropa holgada y colorida. [También hay muchos extranjeros y muchos mochileros mugrientos, pero felices por estar ahí con diez pesos en la bolsa.]
Por la tarde el sol tiene que despedirse con dignidad. Como lo hace. Como es ese momento asimismo indescriptible en el que parece descansar sobre el mar y tiñe las nubes con su propia intensidad enardecida. Brilla el firmamento. Se incendia. El mar parece inquieto al recibir al sol que se pierde poco a poco en medio de un cúmulo de nubes que se resiste al adiós.
Y ahí nosotros expectantes, maravillados y eso: felices en el momento que se volverá imborrable porque es lo que es, el momento en el que el ser humano sabe de su grandeza como de su intensidad.
Y vamos adelante. Ahora La Ventanilla y enseguida Mazunte en donde hay un museo de la tortuga sin tortugas –o casi-, desabastecido, descuidado, abandonado, falto de mantenimiento. Lamentable.
Sigue Zipolite –gulp-mmmmm-, Puerto Ángel y ahí la playa Estacahuite, en donde buscamos refugio momentáneo, disfrutamos de algo fresco y a la vista de otra inmensidad marina que nos regala con la presencia de una ballena que juega y se burla de nuestra sorpresa.
Vamos para Pochutla, centro comercial y de trabajo en la zona, San Pedro Chacalapa, Candelaria Loxicha y San José del Pacífico, a donde llegamos para encontrarnos con bosques que son selvas y que son el paraíso terrenal por el que los antiguos oaxaqueños no quisieron dejar el lugar y en donde el sol se asoma de hito en hito porque los árboles que son pinos, encinos, caobas, robles, hunacaxtle o parota, no le permiten la plenitud. El café que se produce ahí perfuma el aire que se respira.
Y ahí adelante, en medio de esos bosques tupidos por la vegetación y por los años de pronto el recorrido se convierte en sorpresa, temor, opresión. Nada se ve a un metro de distancia. La neblina todo lo vuelve gris, casi oscuro al comenzar la tarde. La carretera es imperceptible. Apenas la enorme pericia de quien conduce nos salva y nos garantiza la seguridad.
Ahí estamos. En medio de la neblina. Que son nubes depositadas en la cima de la montaña y la que nos recibe con los brazos abiertos y casi nos reclama el temor porque ella misma, la montaña y su neblina, se encargarán de llevarnos a buen puerto. Las luces de algún carro se perciben apenas como cerillo en brazas, apagado. Y los tres viajantes estamos temerosos, pero también tranquilos.
Es que estamos ahí por afecto, por cordialidad, por la felicidad que da el estar juntos. Por mi parte la gratitud por este viaje sorpresa que es regalo de afecto y que se entiende en su magnitud filial.
Ahí Guillermo Martínez Santiago, mi primo que es hermano, el león para el combate; ahí su esposa, mi prima Patricia, maestra más dulce que la miel fina y por mi parte, mil y mil y mil veces agradecido por todo ese cariño que se desborda y que me llena de felicidad, de la que ya poca hay; yo, que nada más me llamo Joel Hernández Santiago, que soy de Oaxaca y que estoy para servir a ustedes.