Hojas de papel volando |
El calendario que nos miraba
Digamos que es de los aparecidos, ahora casi desaparecidos. Por muchos años estuvieron en las paredes de las casas o de los negocios. En lugar visible. No había sentido de clase ahí; apenas las ganas de que las paredes los lucieran y ellos nos miraran en su grandeza luciendo sus mejores galas.
A través de ellos se podía soñar y mirarse ahí, lejos del mundanal ruido, para salir de la rutina y encontrar esos paraísos mexicanos y a esos personajes hechos brevedad y realidad e irrealidad; de imaginación y aspiración: …nosotros ahí, soñándonos así.
No pasaban desapercibidos para nadie que estuviera enfrente; dialogaban con cada uno, nos decían sus secretos y nos sonreía, nos miraban con ternura y hasta con orgullo, nunca con desprecio.
Estaban ahí, a la vista para que cumplieran con tres funciones para las que se les había impreso: Primero que todo, para nuestro gusto; para alegrarnos la vista y cada día encontrar en ellos lo que antes no habíamos visto y meternos en el ensueño de la tierra prometida.
También porque nos daban el tiempo diario, nos marcaban fechas fatales, nos decían el día que vivimos y los que habrán que llegar; a cada ciclo se desprendía el pasado y se tiraba por ahí porque tiempo pasado es tiempo muerto… o eso se dice.
Además cumplían la función de anunciar las virtudes, las grandezas y la generosidad del dador de aquel ejemplar: “Pollería Amparito, la mejor de la colonia”, dice ahí con orgullo y cargado de algarabía. Y era cierto.
El calendario era un regalo a la fidelidad que se da, o se daba, cada año: “No se le olvide darme mi calendario, marchante”, decían los clientes cada diciembre. Ya no. O casi no. Hoy lo digital sustituye a la emoción del día a día al despertar y descubrir en el calendario el paso de la vida.
Me acuerdo. Sí, me acuerdo de aquel paisaje iluminado: Un mar plácido, azul profundo, con pequeñas olas que rompen en una playa quieta y con arena suave y color de oro; un cielo de azul interminable que permite la luz del sol a todo; un barquito que reposa a orillas del mar, un pescador fortachón que mientras recoge las redes de su barquito mira con arrobo a la joven nativa que luce una vestimenta florida y holgada, la que permite adivinar su hermoso cuerpo y percibir su forma de caminar airosa-orgullosa-libre ella y feliz, mientras carga en sus hombros una cesta con pescados.
Era el calendario anual, que con su ilustración permaneció un año colgado en la pared de la cocina nuestra con el anuncia de “Papelería Chiquis”… Era una obra de arte puesta en el hogar y a la que veía con emoción, cariño, admiración y sí, con una turbación distinta.
En diciembre del año siguiente llegaba el nuevo ejemplar que iluminaría nuestra pared. Sería “La leyenda de los volcanes” en el que se ve al gran Popocatépetl velando-vigilando-cuidando-amando a su mujer dormida, Iztaccíhuatl, a la que el maldito destino había quitado la vida mientras el guerrero luchaba por su nación mexica. Ahí estaban y ahí permanecerán por siempre y para siempre: Ella en el sueño interminable y él en su vigilia sin fin, amándose y convertidos en volcanes de fuego que el tiempo no mengua.
Eso es, había cursilería, sí; había melosidad, sí; había un ideal nacionalista, sí; había arte, sí. No necesitábamos ir al Prado, al Metropolitan, al Louvre o al Munal. Ahí teníamos el arte en nuestro hogar en forma de calendario que duraría un año mientras las hojas mensuales desaparecían luego de que nos anunciaron el santoral y los días de la semana y los meses y un año de vida. “Toda una vida, me estaría contigo, no me importa ni dónde ni cómo ni cuándo, pero junto a ti…”
Y eso. Los regalaban los comercios pequeños. Los marchantes. Los que tenían clientes firmes y que merecían el recuerdo. Los daban enrollados y cercados por una liga que salía volando en cuanto uno llegaba a la casa para ver sorprendidos “el que nos tocó”. Casi siempre una obra maestra. Pero hay historia.
Esto de los calendarios no era nuevo en México. De hecho comenzaron a imprimirse y a venderse a finales de los veinte del siglo XIX. Eran calendarios-almanaque. Pequeñas publicaciones hechas en papel sencillo, casi siempre a una tinta en los que en su portada había una ilustración alusiva a tema histórico o santoral.
“Justifica su nombre: cómputo eclesiástico, fiestas movibles, témporas, notas cronológicas –donde se mezclan noticias de historia universal y de México, referencias bíblicas y religiosas, adelantos técnicos, eclipses y le añadían el calendario propiamente dicho, distribuido mes a mes”. Pero sobre todo fueron muy importantes para construir la identidad mexicana.
En adelante se simplificaron hasta hacerlos de extensión mínima, pero sobre todo muy ilustrados. Y llegaron al siglo XX cuando ocurrió una variante importantísima:
Santiago Galas nació en 1886 en Santander, España, llegó a México en 1901. A los 15 años comenzó a trabajar como vendedor en una papelería para luego adquirir una pequeña imprenta con la que destacó en las artes gráficas. En 1913 adquirió una empresa de impresiones a la que puso su nombre y cuya sede es un edificio de ladrillo rojo que está en la avenida San Antonio Abad, en la Ciudad de México.
Fundó “Galas de México” y fue en esta empresa en la que en 1930 desarrolló la idea de “los calendarios de pared” vistos como elemento comercial más que artístico. La ilustración era el regalo adicional perfecto; eran imágenes que le gustaban al público consumidor y que los hacía conservar el “calendario” anual que era un anuncio.
Para ilustrar los calendarios, el impresor creó un área de diseño e ilustración de los calendarios. Los artistas de estas obras fueron Jesús de la Helguera, Jorge González Camarena, Josep Renau, Eduardo Cataño, José Bribiesca, Armando Drechsler, Jaime Sadurní, Luis Amendolla y decenas de pintores más que trabajaban en la impresora en horario completo y desarrollaban su obra en base a lo que el cliente pedía y considerando las limitantes técnicas de impresión en la época.
Así, sin proponérselo se crearon obras de arte. No un arte menor. No lo es. Es un arte de excelencia puesto a disposición de la mejor galería del mundo: el hogar, el negocio, el espacio vital del ser humano y con elementos que les son propios, que les hablan con su mismo lenguaje y que les inculcan la emoción del arte supremo.
Pintores de alcurnia, todos ellos, estaban en la creación de nuestros calendarios de cada día. Jesús de la Helguera, por ejemplo, el pintor nacido en Chihuahua aunque trasladado muy niño a España, la tierra de su padre y en donde estudió pintura, para regresar luego a México para incorporarse a la empresa de Santiago Galas. Su obra es ahora de culto.
Es la visión de un México soñado, con personajes toda dignidad, todo orgullo nacionalista y cargados de esa dulzura atribuida a un país y a una raza incólume y trascendente. Sus volcanes. Sus charros. Sus chinas poblanas. Sus serenatas. Sus niños juguetones. Sus casas rancheras y solariegas: su México soñado puesto en un calendario. México en un suspiro.
Ahí mismo, Jorge González Camarena. El enorme escultor, pintor, muralista. El mismo que pintó a la patria pulcra y orgullosa enaltecida y mexicana, para los libros de texto y el mismo cuyas ilustraciones para calendario estaban dotadas de carácter nacionalista, étnico y provinciano. Una joya de imágenes que se ofrecen a la vista de mexicanos, de otro México.
(Y por supuesto están los calendarios imagen, aquellos que cubren profusamente las paredes de talleres mecánicos, de ferreterías, con hermosas damas de cuerpos jugosos y caramelosos: adoradas y respetadas. De hecho no hay vulcanizadora que se respete que no tenga calendarios así)
Ya no hay el calendario nuestro de cada día que era la imagen de un país que no es. Que nunca fue. Pero que hubiera sido el México ideal en el que todo está hecho de luz, de color, de armonía y de felicidad… Esa felicidad que pudo haber sido, y no fue. Pero en todo caso, gracias a ellos, gracias a los pintores de los de a pie, nuestra vida puso luz en nuestras paredes y el recuerdo del tiempo inefable que todo lo ve y nada perdona.
“Sabia virtud de conocer el tiempo; a tiempo amar y desatarse a tiempo; como dice el refrán: dar tiempo al tiempo… que de amor y dolor alivia el tiempo”.