Fernando Schütte Elguero
En México, la corrupción ya no se disfraza (se exhibe con orgullo). Lo que antes era motivo de escándalo hoy es parte del discurso político cotidiano. Las acusaciones de vínculos con el narcotráfico, el huachicol fiscal o el desvío de recursos públicos ya no generan indignación sino resignación. Y lo más alarmante no es la magnitud del crimen, sino el descaro con el que los responsables se asumen impunes (convertidos en cínicos operadores del poder).
El país observa cómo un grupo de políticos (desde secretarios de Estado hasta gobernadores, senadores y operadores financieros) se pasean por los medios defendiendo lo indefendible. La captura de exfuncionarios ligados al crimen, los escándalos por triangulación de dinero y las evidencias de campañas financiadas por redes opacas son tratados como simples “ataques mediáticos”. El mensaje que emiten es devastador: en México, la corrupción no se castiga (se administra).
Esa actitud destruye la autoridad moral del gobierno. ¿Con qué legitimidad se puede hablar de seguridad pública o de combate a la delincuencia, si los propios aliados del régimen aparecen involucrados en delitos fiscales, lavado de dinero o protección a redes criminales? El huachicol fiscal (que erosiona miles de millones de pesos al erario) no es una simple evasión: es una forma de crimen organizado que alimenta estructuras paralelas de poder. Cuando el Estado se hace de la vista gorda o encubre, termina siendo cómplice.
El impacto trasciende fronteras. Estados Unidos y otros socios internacionales observan con creciente desconfianza la opacidad mexicana. Cada caso de impunidad debilita la cooperación bilateral en seguridad, inteligencia y comercio. Ningún país serio puede confiar plenamente en un socio que protege a sus corruptos y deja escapar a sus criminales con fuero político o con pactos de silencio.
Dentro de Morena y del propio gabinete, la tensión es evidente. Hay quienes intentan mantener la narrativa de honestidad republicana, mientras otros cargan sobre sus hombros la sombra de investigaciones y escándalos. La fractura moral es ya institucional (la corrupción se volvió parte del ADN de la política, y el poder se ejerce sin rubor).
Lo más grave, sin embargo, es la impotencia ciudadana. No existen instrumentos democráticos reales para investigar a fondo, ni prensa con suficiente protección para hurgar en los secretos del poder. Los periodistas son acosados, los expedientes se reservan y los organismos de transparencia se vacían de contenido. En ese contexto, el cinismo se convierte en el lenguaje oficial del sistema.
México no necesita más discursos sobre corrupción. Necesita un Estado capaz de mirarse al espejo (sin vergüenza). Y eso, hoy, parece más lejano que nunca.
@FSchutte