Faulkner por los caminos del sur
Joel Hernández Santiago
En el mundo todos podemos escribir –o casi todos-. Podemos poner con tinta en papel lo que se nos viene a la maceta, a veces ideas, a veces datos, a veces el resguardo de la memoria o las cuentas del negocio para sumar el dos-más-dos que da cinco; o acaso el día a día para las nostalgias futuras.
Eso es: todos podemos escribir. Pero una cosa es escribir o redactar y otra cosa es escribir bien, cosa muy distinta; y todavía más diferente: escribir bien está muy lejos de hacer arte. Incontables lo intentan pero no lo consiguen. De pronto la ganancia es el intento mismo.
Muchos de ellos consiguen escribir y hacer arte. Como sin proponérselo producen inmensidades del pensamiento y del ser, aunque también escribir-arte es el resultado de su talento personal, del toque divino que no es para todos, del “buscaba mi alma con afán tu alma”… Pero eso no significa que el dotado se pase la vida tocando la lira y contemplando la inmensidad: No. Hacer arte también tiene que ver con el esfuerzo cotidiano. “La chinga”, que se dice en México.
Miguel Ángel Granados Chapa lo decía así: “… es 5% de inspiración y 95% de transpiración”; esto es, sobre todo vivir; y de ahí de la entrega cotidiana a leer, ver, entender, caminar por el mundo con alas y ojos de águila, interpretar, asimilar, transformar realidades en palabras y formas de tal galanura que resultan un aliciente para el ser humano en sus esencias más profundas. Y la parte más terrorífica pero ineludible es la soledad, la más profunda soledad.
Truman Capote, que sabía de esto, lo escribió así en “Música para camaleones”: “Comencé a escribir a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar. Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación.
“… Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo. Así como algunas personas practicaban el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo practicaba con mis lápices y papeles…”
Y junto está el complemento perfecto: el gran lector. Y aquí de nuevo la cuenta de las calidades. Leer lo hace todo mundo –o casi-. Se lee de forma inmediata o compulsiva, o por ser parte de nuestra cotidianeidad o nuestro trabajo; incluso como solaz y deleite. Pero leer bien-bien, requiere una enorme carga de interés, de capacidad lectora, de aprovechamiento, de calidad interpretativa, de reconocimiento de la palabra, la frase, la oración, el párrafo como joyas puestas en corona, o no.
Leer requiere introspección. Requiere soledad, asimismo. Requiere atención en el detalle, en el árbol y en el bosque. Requiere al mismo tiempo disfrutar el viaje tanto como en la llegada. Requiere eso, “…un poco de gracia, y otra cosita”.
Y todo esto viene al caso porque se trata de volver a un autor indispensable para las letras universales: William Faulkner.
Un autor que miraba al mundo desde el sur profundo de su país; que entendía las flaquezas humanas como parte del ser, pero también el dolor que causan el racismo, la segregación, la supremacía de una raza y el cáncer del agravio de unos contra otros. Y una de sus herramientas fue el hablar cotidiano del sur de Estados Unidos que se convierte en literatura y que está en su obra monumental.
Su obra es un portento de imaginación, de técnica, de experimentación y concreción. Pocos como él pudieron transformar a la literatura mundial en encuentros con el futuro. Escritor de entreguerras, renovó las técnicas narrativas y ‘la superación de las tendencias realistas y naturalistas de la centuria anterior’.
‘Tenía una voz honesta y original, una visión perturbadora y única de la vida escrita desde una posición de fuerza. La técnica era a fin de cuentas el medio necesario para transmitir su estilo, la voz propia, dependiendo de la naturaleza del tema, pero nunca un fin en sí mismo’.
William Falkner –así escrito, aunque luego por una errata en la portada de uno de sus primeros libros se transformó en Faulkner- nació en New Albany, EU, en 1897 y murió ahí cerca, en Oxford en 1962. De una familia tradicional y sureña, mantenían el recuerdo permanente de la guerra de Secesión porque su bisabuelo, el coronel William Clark Falkner, participó en ella.
Fue un mal estudiante. De hecho hizo estudios aquí o allá no terminó la secundaria. En 1915 dejó los estudios de plano y comenzó a trabajar. Fue vendedor de ron durante la prohibición, pintor de brocha gorda, bombero, cartero en la Universidad de Oxford, (de donde lo despiden por tener la costumbre de leer la correspondencia antes de entregarla).
Luego de ser parte de la Real Fuerza Aérea Británica regresó a su ciudad e intentó estudiar en la universidad, en Mississippi. No concluyo. Prefirió la vía libre porque junto con sus actividades laborales decidió dedicarse a la lectura. Leía mucho. Permanecía ausente y absorto por horas y días desde muy niño. Y escribía.
Primero intentó la poesía. En 1924 publicó “The Marble faun”. Nada original. Pero ya estaba en cierne lo que sería su obra posterior. En 1926 se fue a vivir a Nueva Orleans, donde trabajó como periodista y ahí conoció al escritor Sherwood Anderson, quien le ayudó a publicar su primera novela: “La paga de los soldados”.
Luego de un viaje por Europa comenzó a escribir una serie de novelas ubicadas en el condado ficticio de Yoknapatawpha (inspirado en el condado de Lafayette, Mississippi).
En su primera de estas novelas, “Sartoris” (1929), identificó al coronel Sartoris con su bisabuelo, William Cuthbert Falkner. Enseguida apareció su primera obra maestra: “El sonido y la furia”. Una obra complicada de lectura e indispensable. Y en adelante aparecerían obras maestras en tanto él mismo se sumergía en el tormento del alcoholismo.
Innovador de la narrativa utilizó el monólogo interior, incluyó múltiples narradores o puntos de vista y mostró distintos tiempos en uno a lo largo de la narración.
“El experimentalismo de Faulkner siguió apareciendo en sus siguientes novelas: en ¡Absalón, Absalón! (1936), la estructura temporal del relato se convierte en laberíntica, al seguir el hilo de la conversación o del recuerdo, en lugar de la linealidad de la narración tradicional, mientras que Las palmeras salvajes (1939) es una novela única formada por dos novelas, con los capítulos intercalados, de modo que se establece entre ellas un juego de ecos e ironías nunca cerrado por sus lectores ni por los críticos”.
Tenía complicaciones económicas derivadas de sus excesivos gastos. Esto a pesar del éxito de ventas de sus novelas. Así que por razones utilitarias comenzó a trabajar como guionista en Hollywood. Esto le permitió ganar dinero para el sustento familiar, pero también lo mantenía en vilo por su problema con el alcohol.
Aun así su obra mantenía un ritmo constante y creciente. Enormes reconocimientos nacionales e internacionales. En 1930 publicó “Mientras agonizo”; en 1932 “Luz de agosto” en 1938; “El villorrio”, 1940, “Desciende Moisés” en 1942; en 1954 “Una fábula” (por el que le otorgaron el Premio Pulitzer de 1955), “La ciudad” en 1957; “La mansión” en 1959 y “Los rateros” en 1962 por el que también le otorgan un Pulitzer. En 1949 le otorgaron el Premio Nobel de Literatura por su obra.
Y nada, que de pronto ahí está un artista que renovó las letras, que construyó mundos imaginarios con base en sus propias realidades y que devolvió al ser humano el humanismo; su grandiosidad pero también su autodestrucción. Su obra muestra la capacidad de escribir con arte, pero también el látigo que utilizó durante toda su vida. No fue un hombre feliz. Y eso es el pago por la grandeza. Lo es en muchos casos de escritores a la altura del arte.
“Un escritor es intrínsecamente incapaz de decir la verdad; por eso llamamos ficción a lo que escribe” y “Se puede confiar en las malas personas, no cambian jamás”.